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Bandera roja



Bandera Roja.
Me llamo Melitón Varlámovich Cantaría, sargento del regimiento 176 de la 150º División de Infantería, del III Ejército soviético, además de profesor de filosofía en la ciudad de Stalingrado, pasé a la historia no por mis conocimientos filosóficos sino por una nimia acción, una gesta sobrevalorada, poner la bandera de mi país, en lo más alto, por colocar la bandera roja sobre el Edificio del Reichstag en Berlín, dando por terminada la conquista de la ciudad y llenando de esperanza a todo el planeta con la finalización de la peor guerra de todos los tiempos, actualmente postrado en una cama en un viejo hospital esperando la hora del fin, la hora de juicio de mis actos. En estos últimos momentos de vida, recuerdo los actos acaecidos tiempo atrás, acciones que en mi lecho de muerte se vuelven turbias, mis actos, anteriormente vanagloriados por el pueblo, un héroe de la gran carnicería, ahora en estos últimos momentos me acechan dudas, me realizo preguntas sobre mis actos. Todo empezó en mi ciudad natal, la gran Stalingrado, allí vivía placidamente junto a mi esposa Olga y a mis dos hijos Víctor y Serguei ambos de escasa edad. Trabajaba como profesor de filosofía, mi futuro era prometedor, hacia relativamente poco tiempo me habían publicado un ensayo sobre el bien y el mal, resultando elogiado por la critica pertinente. Mis días eran sumamente felices en familia y en el resto de mi existencia. Se podría decir que tenia una vida plena, respiraba felicidad, miles de mariposas revoloteaban en mi estomago.
Todo empezó a cambiar con la invasión nazi, al declararse la guerra, una ola de pesadumbre y desesperación se cernía en el ambiente de la ciudad, los primeros bombardeos fueron terribles, los Stukas alemanes martilleaban una y otra vez, surcaban el cielo, e imprimían ese sonido terrible tan característico, un sonido lleno de pura maldad, el pánico se apoderaba de la ciudad, solo con escuchar ese zumbido característico, el miedo se apoderaba de todo, más tarde una ola de fuego y destrucción daban paso a un silencio sepulcral para pasar al sonido de sirenas y gritos de puro dolor.
En uno de esos atroces bombardeos, sucedió lo inevitable, una bomba de 500 Kg. impactó de lleno en el tejado de nuestra casa, el resultado; destrucción y muerte. Lo peor que pudo suceder, perdí a mis dos hijos, desaparecieron pulverizados por la explosión. Olga y yo sobrevivimos milagrosamente, pero algo murió en nuestro interior, con la perdida de mis dos vástagos, murió en mi todo el respeto por el ser humano, perdí la fe en la condición de mis coetáneos. Simplemente la rabia y el odio se instauraron en mi ser. Yo, el ilustre filósofo que abogaba por el bien absoluto, por el perdón, me vi abocado a la cruda realidad. El odio se filtraba por mis poros, la venganza era mi única salida. Así me enrole en el ejercito rojo, en la defensa de Stalingrado, comencé como soldado raso, la situación era caótica y desesperada, no disponíamos de armas ni de entrenamiento militar, todo esto se suplía con sed de venganza y odio a los alemanes. En la primera línea de combate, avanzábamos hacia la muerte segura, cuando un compañero caía abatido por la lluvia de acero y plomo, nuestro deber era arrebatarle el fusil y seguir avanzando, ¡ni un paso atrás! Éramos como cervatillos entre el lobos y el cazadores, muertos de miedo avanzábamos rezando, con los ojos cerrados, no había vuelta atrás. A los compañeros que retrocedían, nuestros propios soldados los disparaban, solo cabía una posibilidad, avanzar. El odio dentro de mi era tan grande, que no cuestionaba las ordenes de mis superiores, a la voz de ataque salíamos de las trincheras sin armas y a la carrera para chocarnos de bruces con la muerte, las masacres eran diarias, los fascistas no tendrían balas para todos, miles de personas fallecían cada día. Mi odio seguía creciendo, mientras duró el terrible cerco a la ciudad, una generación de compatriotas se dejaban la vida con una valentía que se escapaba al conocimiento. Aún recuerdo mi primera victima, al regreso de la batalla, extenuado por el hambre, el cansancio y la muerte, retornaba a lo que quedó de mi casa, allí postrada en el suelo yacía Olga, ensangrentada y desnuda al borde de la muerte, un oficial germano la había violado varias veces, la rabia me dio fuerzas y con una piedra perdida de mi propia vivienda, aseste un golpe en la cabeza del alemán, luego dos, quince, cien, estaba poseído destroce la cabeza del oficial, fuera de mi, seguí golpeando el cuerpo inerte del soldado, hasta caer exhausto por el esfuerzo. Cuando recobre el conocimiento Olga, estaba postrada en un rincón, su mirada perdida, el cuerpo ensangrentado, apenas pudo despedirse, sus ojos se clavaron en los míos, ese mundo de felicidad plena tocaba a su fin. El despertar horrible del mal llamaba a mi puerta, el odio antes intenso, era ahora enfermizo.
Tras duros combates, miles de muertos, un oasis de destrucción vagaba por los amasijos de la ciudad. Después de la última batalla, con la retirada de los nazis me concedieron la primera medalla. Había matado, asesinado, violado, a no se cuantos de nuestros enemigos, seres semejantes a mi, pero por cada victima alemana, el odio se incrementaba, el recuerdo de mi familia perdida era una dura losa de llevar sobre mis hombros. Cuando echamos a los alemanes de Rusia, me enrole de inmediato, otra vez para que triunfara el ejercito rojo. En esos años de guerra me convertí en un autentico demonio, el averno era mi morada y el mal mi trabajo. En las últimas semanas de la guerra, con la invasión de Berlín y mi acción más famosa, el izado de la bandera, pude aniquilar a cientos de seres vivos, participe en las violaciones masivas de las mujeres alemanas, queme casas, destruí propiedades, asesine niños, una cadena de mal giraba en torno a mi. Fui condecorado al valor en cuatro ocasiones, mi fama de soldado valiente me llevo a Sargento. Pero en mi interior el recuerdo de mis seres queridos seguía atormentándome, el recuerdo encerraba el odio en mi corazón y con él, destruía todo lo bueno que había en el viejo profesor. Dónde quedo el intelectual contrario a todo tipo de violencia, dónde escondía el más mínimo de humanidad con mis enemigos. La rabia era tan fuerte que los soldados prisioneros se orinaban al escuchar mi voz, alguno murió simplemente al mirarme a los ojos. Belcebú era un mero aprendiz a mi lado. Por el contrario, esta ola de destrucción y de muerte no me satisfacía para olvidar, la venganza soñada se había consumado, pero más allá del deber cumplido mi corazón moría de pena. Cuando la orgía de sangre concluyó, no me quedó nada. El recuerdo de mis hijos correteando por el Jardín, ver el rostro de mi amada, se sumergía en los recuerdo más terribles, en la muerte y el odio. Las caras de la mujeres violadas y asesinadas acudían a mis sueños, la tortura era completa al escuchar el llanto de un niño. Me convertí en un monstruo, que cumplió su deber como el mejor, la venganza se ejecutó, pero el desasosiego y el miedo seguía instaurado en mi interior.
Ahora en mis últimos momentos postrado en esta vieja cama de hospital, hago memoria y el odio sigue dentro de mi. En el momento de reunirme con mis amados, con mis verdugos y mis ejecutados la duda sobresale en mi interior. La venganza fue buena, o el animal salvaje se apodero de mi mente. Tengo miedo al final, pero no por la muerte, tengo miedo que una vez traspase la frontera del adiós, mis muertos sigan a mi lado, la pesada carga del asesino me siga hundiendo en el lodo. Qué pasará al final de mis días, un alo de esperanza se abre camino en la oscuridad más infinita, la muerte me llama, reclama a su fiel ejecutor, una vida entera tratando de olvidar mis actos. Uno siempre es responsable de sus acciones, pero en su fuero interno espera la salvación. Pero en mi caso soy culpable, soy penado de traspasar la línea del bien y del mal, ahora recuerdo mi ensayo, perdí mi corazón con aquella piedra, me rebaje a ellos, me convertí en uno de ellos, y ahora en espera del fin, ellos me reclaman. El dilema moral lo traspase con la primera muerte, que fácil hubiera sido que una bomba rompiera mi vida el mismo día que se llevo la de mi familia, para llevarme como una victima, y no haberme convertido en el verdugo más implacable, que tristeza ver esas medallas tintadas de muerte, ver a hombres aclamando el asesinato de alguien como ellos. Ese oficial alemán que era: ¿medico, Carpintero? ¿tenia mujer? ¿hijos?, porqué violó a Olga, ¿hice lo correcto? El mal contra el mal ¿y después?¿las muertes eran inevitables?. Creo que nunca lo sabré., que mi castigo a mi conducta, es esta despedida sin respuestas. Este vacío que me taladra el alma, este sin vivir por haber jugado a ser dios, ¿quién era yo para cercenar vidas? ¿qué poder tenía para realizar estos actos?, simplemente; odio, rabia y la sin razón. Estos últimos años de mi vida estas preguntas me atormentan y la despedida vacía de respuestas, se convierten en mi gran penitencia, en el último alo de vida encontraré al salvación, o por el contrario divagaré en el mundo de la sombras....

Comentarios

nico ha dicho que…
buenas nacho. ahora me leo el cuento, tiene muy buena pinta. un saludo.
Anónimo ha dicho que…
Espero que te guste jajaja...

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